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sábado, 27 de septiembre de 2014

El rapto en Vladivostok




El rapto en Vladivostok
La búsqueda
Cuando llegué a Vladivostok acababa de amanecer, caía una lluvia fina, la niebla hacía el día triste y la ciudad estaba dormida. Al salir de la estación lo primero que encontré fue la escultura de Lenin y justo al lado un restaurante con forma de pirámide y grandes ventanales. Entré a almorzar y descubrí al momento que aquel sería mi centro de operaciones. Allí había todo lo que necesitaba: comida rusa, buen servicio, hablaban ingles, tenían enchufes de 220w y Wi-fi libre. Como ya tenía la reserva miré en el mapa mi situación y la del See you Hostel, busqué el lugar con Google-map, indagué con el GPS y pregunté a los camareros. Tuve la gran sorpresa de constatar que el hotel que buscaba estaba muy cerca: menos de 500 metros. 
Vladivostok esta situado en el fondo de una bahía y la zona donde almorzaba era justamente el núcleo de la ciudad antigua. La estación del tren había tomado posición en el centro de la ciudad y por tanto en el eje de las comunicaciones. Fui en busca del hotel, busqué la calle, el Nº, entré por aquellos patios interiores que son auténticos laberintos, ratoneras inventadas en la época comunista para atrapar a los más sagaces y no supe dar con él. Pregunté a los vecinos hasta cansarme y no conseguí encontrar el citado See you Hostel.
Ya apunto de desistir apareció una joven de buen aspecto, morena, delgadita y con apariencia de funcionaria. Al verme cargado con la mochila, con el móvil en la mano y preguntando a todo el que pasaba, me interpeló con algo que no entendí: fue entonces cuando le dije que necesitaba ayuda.
¿Can you help mi…? No me entendió e insistí… ¿Pouvez-vous aider? 
Con gestos, el mapa en el móvil y el lenguaje de los simios le aclaré el asunto de que no encontraba el Hostal y ella, muy amable, se ofreció a enseñarme otro muy cercano. A no más de doscientos metros entramos a un patio interior de aspecto lúgubre, realmente entrar allí era un viaje en el tiempo, el regreso al siglo XIX. Estaba lleno de coches aparcados en desorden, el suelo de hormigón mal distribuido, algunos muros derruidos y latas y botellas por el suelo. En la fachada frontal había una gestoría, justo al lado una pizzería Oky-Doky y en el centro un rotulo: Tepemok dentro del marco que dibuja un albergue de montaña... 
Ella entro decidida, subimos a la primera planta , llamó y salió una joven de unos 35 años. Se conocían y eso me tranquilizó ya que el aspecto de la entrada y escalera eran realmente deprimentes. Los buzones de correos estaban reventados, los cables de la luz quemados, los muros llenos de pintadas y hacía años que no se barría ni fregaba la escalera…
Natacha
La regenta se llama Natacha, es una mujer de rostro generoso, ojos grandes, rellenita, con buen aspecto aunque se acaba de levantar y no habla ni una palabra de otro idioma que no sea el ruso. Nada de nada, pero con una boca sensual y decidida articuló una cifra en el aire que quedó clarísima.
⎯5500 rublos tres noches. ⎯





La suite
Natacha me enseñó la habitación y quede asombrado por la escenografía y perplejo por encontrar una suite en aquella montaña de ruinas. Nada más abrir la puerta me deslumbró el tenue resplandor de lo que a todas luces era un lugar para practicar el sexo; nunca había visto nada igual. El lecho era inmenso, con un respaldo acolchado en blanco, voluminoso y blando; sobre él revoloteaban numerosos cojines y cabezales de varios tamaños. En los muros había dos espejos instalados y opuestos reproduciendo el centro de la escena. Estaban enfrentados para multiplicar al infinito lo que podía ocurrir en aquel espacio de sueños. Encima del espejo lucía un cuadro de orquídeas y a los pies de la cama dos butacones blancos y sedosos como la piel de armiño. En el centro una mesita con una caja de clínex. A los lados una lámpara en la mesilla de noche, en el rincón un jarrón con flores metálicas y para matizar la luz de la ventana dos capas de cortinas de translucidez desigual.
Todo el decorado era pop y pretencioso (apología de la mentira, diría mi instinto), ese kitsch ruso que aparece por todas partes y destila una sensualidad de almanaque. La cama era de 170 cm. de ancho, el colchón duro y las sabanas de seda aparente. El cubrecama acolchado formaba una textura diminuta y su resbalosa superficie producía la sensación de que era la piel de un pez abisal. Todo el color conjugaba una situación irreal, un espacio de apariciones o de realidades exóticas. El matiz que desprendía el aire era más fuerte que las cortinas y el cubrecama; ¡todo teñido de color salmón violáceo y multitud de detalles que a todas luces eran inapropiados para una habitación de Hostal.
La verdad, quede perplejo: me pareció raro encontrar aquel espacio en el centro e la ciudad, se hizo sospechoso las pocas habilidades lingüísticas de la regenta y deduje por el decorado y el precio que aquello era un “nidito de amor para desheredados”. Pensé con rapidez y zanjé el asunto al instante: aquel lugar era el digno final de un viaje que había sido agitado, estresante y agotador... Pagué los 5500 rublos y decidí darme una ducha para quitarme el sebo de una noche en tren. Natacha me dió toallas de algodón grandes i sedosas y sin más preámbulos ni pensamientos sospechosos me sumergí en el “agua limpia de los manantiales del Pacífico...”
Mientras me bañaba pensé que aquello era un “picadero”, una suite de fantasía para las parejas de amantes que no tienen donde ir. Mirando el lado bueno, para mi era el premio pírrico del final del viaje y también una excusa para contar este relato con alguna invención picante: ¡no sabía muy bien lo que me esperaba!
En el trayecto había dormido en trenes de 1ª, de 2ª y de 3ª clase, en tugurios inesperados y en alguna habitación cómoda, limpia, pero modesta. En realidad si no estaba inquieto era porque el aspecto interior de los hostales que había visitado eran familiares, silenciosos y limpios: nada que ver con la imagen que tenían los accesos, por ello no me sorprendió mucho la entrada del Tepemok.
Al salir del baño Natacha me dijo que estaba allí las 24 horas y seguidamente me dio el Nº de seguridad de la puerta principal y su teléfono particular; por si necesitaba ayuda de algún tipo, -me dijo...- Quise volver a la habitación y me cogió la mano para impedirlo: poco a poco fui estirando la situación hasta que llegué a la “suite” y la puerta se cerró sola; ¡fue sorprendente lo del automatismo! A los pocos minutos llamaron a la puerta: ella seguía cogida a mi mano y miraba el cielo más allá del techo, pienso que como una beata mira a Dios. Con la otra mano abrió mecánicamente la puerta y entonces me miró a los ojos y vi en ellos una sombra de turbación. Sin decir nada entró la mujer que iba a causar el mayor desasosiego del viaje y la que pudo crear un conflicto de niveles incalculables. Ella fue por unas horas una angustia sin consuelo. Me la presentó y me pareció que las dos tenían una sonrisa cómplice en la comisura de los labios…
⎯Esta es Irina, mi compañera.⎯
Irina es morena, guapa, algo más delgada, va desnuda debajo del albornoz y se le ve inquieta; nos saludamos y me dijo que aquella tarde ella estaría de guardia, si quería podíamos hablar un rato y le explicaría el viaje por Rusia. Cuando salió de la habitación giró la cabeza y me regaló una mirada cómplice. En aquel momento no lo entendí: yo que había atravesado Siberia a la edad de 66 años, sin hablar una palabra de ruso y cargado de pastillas para el corazón, sigo sin comprender los vertiginosos signos del destino…  

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