Guarnicionero y hacedores del pan...
El Mercado de Kazán.
Cuando voy a un país quiero conocer todo
lo referente a sus gentes; cómo visten, qué comen, cómo viven y a qué dedican
sus capacidades. El alma de los pueblos esta hecha de pequeños reflejos,
señales que han dejado los que les han precedido. Están ahí, son tan presentes en
todas partes que en ocasiones no hay manera de distinguir el pasado del
presente.
Buscar con los ojos y encontrar con la
mirada es la faena, deambular por las calles y mercados es encontrar los nudos del asombro y tomar
el pulso de ese mundo que se presenta de manera sorprendente: esto es el fruto del
viaje. No hace falta descubrir todo en el mismo lugar, suelo hacer una
reconstrucción hilvanando partes, cosiendo instantes, ”recreando situaciones”,
de esta manera puedo visionar mi propio recorrido, componer la totalidad de una
experiencia intransferible en el caleidoscopio de mi camino. Con una mirada oblicua deseo reconstruir una imagen
rota, un caos aparente que forma el génesis del laberinto. Por eso intento
destacar aquello que no es visible, su memoria oculta pero activa, el reflejo
de las almas que han dejado disuelto su aliento, el tono de las canciones, los dejes
del caminar, el orden en una pequeña tienda y la manera de servir un plato.
Necesito encontrar el sentido de lo que
encuentro; no me conformo con hacer fotos si éstas no están unidas a la vida de
las personas.
En el mercado de Kazán encontré un
guarnicionero con una máquina simple y fuerte. Con ella cosía sacos y
gualdrapas para las mulas y lo hacía a tal velocidad que daba gusto mirarlo.
Como necesitaba que me cosiera un descosido del bolso que llevaba a la cintura
me detuve ante él y le enseñé el roto. Me miró, cogió el bolso, lo puso en la
máquina y en menos de cinco segundos ya estaba arreglado.
Me cobró 10 rublos, unos 25 céntimos de
euro. Le pregunté por la máquina y me dijo que era de su abuelo y que nunca se
había averiado… Con la misma máquina, él le enseño el oficio a su padre y este
a él y así sigue rodando el alma…
A menos de cincuenta pasos había un horno de pan; uno de los trabajadores cortaba
una porción alargada de masa y con ella hacía pedazos regulares, casi
perfectos. Otro daba la forma, aplanaba la masa y estampaba en el centro una
forma que parecía el disco solar. Horneaban con una palas cortas y en cuestión
de minutos el pan ya estaba cocido.
El que vendía el producto era un hombre
fuerte, de rostro amable que atendía por una pequeña ventana. Justo al lado, en
una parte del mostrador, tenía un libro de Leon Tolstoy; “Relatos de
Sebastopol”… Quiero recordar que Tolstoy
y Lenin estudiaron en Kazán… pero destaco aquí como el pensamiento de Tolstoy
ha quedado enganchado en la vida de aquel panadero…
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