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lunes, 4 de agosto de 2014

El Mercado de Kazán.



Guarnicionero y hacedores del pan...

El Mercado de Kazán.
Cuando voy a un país quiero conocer todo lo referente a sus gentes; cómo visten, qué comen, cómo viven y a qué dedican sus capacidades. El alma de los pueblos esta hecha de pequeños reflejos, señales que han dejado los que les han precedido. Están ahí, son tan presentes en todas partes que en ocasiones no hay manera de distinguir el pasado del presente.
Buscar con los ojos y encontrar con la mirada es la faena, deambular por las calles y mercados es encontrar los nudos del asombro y tomar el pulso de ese mundo que se presenta de manera sorprendente: esto es el fruto del viaje. No hace falta descubrir todo en el mismo lugar, suelo hacer una reconstrucción hilvanando partes, cosiendo instantes, ”recreando situaciones”, de esta manera puedo visionar mi propio recorrido, componer la totalidad de una experiencia intransferible en el caleidoscopio de mi camino.  Con una mirada oblicua deseo reconstruir una imagen rota, un caos aparente que forma el génesis del laberinto. Por eso intento destacar aquello que no es visible, su memoria oculta pero activa, el reflejo de las almas que han dejado disuelto su aliento, el tono de las canciones, los dejes del caminar, el orden en una pequeña tienda y la manera de servir un plato.
Necesito encontrar el sentido de lo que encuentro; no me conformo con hacer fotos si éstas no están unidas a la vida de las personas.
En el mercado de Kazán encontré un guarnicionero con una máquina simple y fuerte. Con ella cosía sacos y gualdrapas para las mulas y lo hacía a tal velocidad que daba gusto mirarlo. Como necesitaba que me cosiera un descosido del bolso que llevaba a la cintura me detuve ante él y le enseñé el roto. Me miró, cogió el bolso, lo puso en la máquina y en menos de cinco segundos ya estaba arreglado.
Me cobró 10 rublos, unos 25 céntimos de euro. Le pregunté por la máquina y me dijo que era de su abuelo y que nunca se había averiado… Con la misma máquina, él le enseño el oficio a su padre y este a él y así sigue rodando el alma…
A menos de cincuenta pasos había un  horno de pan; uno de los trabajadores cortaba una porción alargada de masa y con ella hacía pedazos regulares, casi perfectos. Otro daba la forma, aplanaba la masa y estampaba en el centro una forma que parecía el disco solar. Horneaban con una palas cortas y en cuestión de minutos el pan ya estaba cocido.

El que vendía el producto era un hombre fuerte, de rostro amable que atendía por una pequeña ventana. Justo al lado, en una parte del mostrador, tenía un libro de Leon Tolstoy; “Relatos de Sebastopol”…  Quiero recordar que Tolstoy y Lenin estudiaron en Kazán… pero destaco aquí como el pensamiento de Tolstoy ha quedado enganchado en la vida de aquel panadero…

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