Los
bosques de Siberia.
Cuando era niño me bañaba con verde
mirando los campos de trigo; 20 kilómetros en línea recta hasta los límites de
Sadaba, otros tantos hasta las montañas de Sora, S. Abarca y Piedra tajada. Desde la corona, mi atalaya, veía como se mecían las espigas en
aquel perímetro inmenso, bailaban con el ritmo del viento; ¡era un mar de
reflejos metálicos! Esa imagen me acompañará siempre y los campos planos, los
horizontes lejanos, me evocan los años de mi niñez. Aquello era diminuto ante
los campos que estoy viendo ahora, pero en el imaginario de un niño aquellos
límites tenían también dimensiones inabarcables…
Cabalgando el transiberiano recuerdo
aquellos años y me emociono. Por la ventana se ven los bosques interminables.
Aquí se replican los montes de escasa altura y los árboles muestran su
fidelidad al sol; todos crecen rectos, hieráticos y regulares. De tanto en
tanto aparecen pequeños pueblos borrosos, son rémoras de un pasado que todavía aletea,
están activos y sueñan junto al fuego; para ellos el tiempo no cuenta, sólo
cuenta el trasiego de los trenes y el rigor del clima. Contemplamos esas casas pequeñas,
hechas de madera, chapa de cinc y miseria, barracas convertidas en hogar con humildes
cortinas y ropa extendida al sol. Sobrias en su abandono natural, sin flores en
las ventanas pero con chimeneas humeantes en los tejados. Vemos por un instante
como esos mundos serenos nos invaden, nos llenan la melancolía y nos hablan de
otro tiempo. Ellos a su vez nos ven
pasar y saludan con júbilo; el tren es un monstruo benéfico que les conecta al
mundo...
Cuando los aceros callan, la mejor
experiencia es ver el trajín de la gente en las estaciones. De súbito aparecen
los vendedores ambulantes y todo se activa en un instante. Como por arte de magia aparecen los
monederos, se abren las faldriqueras y tintinean las monedas. Entonces las latas
de cervezas se abren con pequeños estallidos, los fideos precocinados se
calientan con agua del samovar, las botellas de vodka se venden debajo de las
mantas y los helados alegran la cara de los niños. Todo se anima en un instante
y las conversaciones entre las gentes parece operar con alegría. Para mi se
abre un preámbulo nuevo, consumo alguna cosa que me había preparado, quizá me
tomo un zumo de frutas y tomo la cámara para mirar con otros ojos el perfil del
territorio. Admirado me recojo, pero es
un sobrepeso controlar todas las variables al viajar en estas condiciones y adivinar
en que lugar me encuentro del mapa.
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