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jueves, 7 de agosto de 2014

Los bosques de Siberia.






Los bosques de Siberia.
Cuando era niño me bañaba con verde mirando los campos de trigo; 20 kilómetros en línea recta hasta los límites de Sadaba, otros tantos hasta las montañas de Sora, S.  Abarca y Piedra tajada. Desde la corona, mi  atalaya, veía como se mecían las espigas en aquel perímetro inmenso, bailaban con el ritmo del viento; ¡era un mar de reflejos metálicos! Esa imagen me acompañará siempre y los campos planos, los horizontes lejanos, me evocan los años de mi niñez. Aquello era diminuto ante los campos que estoy viendo ahora, pero en el imaginario de un niño aquellos límites tenían también dimensiones inabarcables…
Cabalgando el transiberiano recuerdo aquellos años y me emociono. Por la ventana se ven los bosques interminables. Aquí se replican los montes de escasa altura y los árboles muestran su fidelidad al sol; todos crecen rectos, hieráticos y regulares. De tanto en tanto aparecen pequeños pueblos borrosos, son rémoras de un pasado que todavía aletea, están activos y sueñan junto al fuego; para ellos el tiempo no cuenta, sólo cuenta el trasiego de los trenes y el rigor del clima. Contemplamos esas casas pequeñas, hechas de madera, chapa de cinc y miseria, barracas convertidas en hogar con humildes cortinas y ropa extendida al sol. Sobrias en su abandono natural, sin flores en las ventanas pero con chimeneas humeantes en los tejados. Vemos por un instante como esos mundos serenos nos invaden, nos llenan la melancolía y nos hablan de otro tiempo. Ellos  a su vez nos ven pasar y saludan con júbilo; el tren es un monstruo benéfico que les conecta al mundo...

Cuando los aceros callan, la mejor experiencia es ver el trajín de la gente en las estaciones. De súbito aparecen los vendedores ambulantes y todo se activa en un  instante. Como por arte de magia aparecen los monederos, se abren las faldriqueras y tintinean las monedas. Entonces las latas de cervezas se abren con pequeños estallidos, los fideos precocinados se calientan con agua del samovar, las botellas de vodka se venden debajo de las mantas y los helados alegran la cara de los niños. Todo se anima en un instante y las conversaciones entre las gentes parece operar con alegría. Para mi se abre un preámbulo nuevo, consumo alguna cosa que me había preparado, quizá me tomo un zumo de frutas y tomo la cámara para mirar con otros ojos el perfil del territorio. Admirado me recojo,  pero es un sobrepeso controlar todas las variables al viajar en estas condiciones y adivinar en que lugar me encuentro del mapa.

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