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miércoles, 6 de agosto de 2014

El transiberiano



El tren.
Hacer el transiberiano es oír un concierto metálico, ver un paisaje sordo que pasa por la ventana, oler el verde con los ojos y tocar el horizonte indeleble. Es sentir noche y día el cantar de los aceros, el traqueteo del chocar permanente de las navajas y escuchar los ronquidos de los compañeros. Todo es chirriante y repetitivo hasta el final del tiempo, todo se desliza con la pesadez y la gravedad que descansa sobre las ruedas.
Por las ventanas aparecen las aldeas, los campos y bosques; pasan ante los ojos y producen la sensación de una lenta agonía. Todo se replica una y otra vez, todo aparece con el mismo rostro y eso produce una sensación de lentitud y letargo. El tiempo se alarga hasta que los días se hacen interminables, entonces notas como aprieta la sed y aparecen los deseos irrefrenables de caminar.
El tren continua lento en un camino de acero de más de 9000 kilómetros de railes. Casi siempre se desliza por una cota del mismo nivel y serpentea por los collados a un ritmo constante. El trazado de las vías se hizo con las premisas del ahorro para hacer los mínimos movimientos de tierras, eso alargó la línea más de lo necesario. Ningún túnel, ningún viaducto, sólo los puentes sobre los ríos obligaron a los ingenieros a acometer empresas difíciles. Aunque en algunos tramos los atajos ya están resueltos, en el 90% del trazado sigue el curso de los primeros carriles…

Así se alarga el transitar y contemplamos como el paso por los sinuosos valles se replica durante días y noches enteras.

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