El tren.
Hacer el transiberiano es oír un
concierto metálico, ver un paisaje sordo que pasa por la ventana, oler el verde
con los ojos y tocar el horizonte indeleble. Es sentir noche y día el cantar de
los aceros, el traqueteo del chocar permanente de las navajas y escuchar los
ronquidos de los compañeros. Todo es chirriante y repetitivo hasta el final del
tiempo, todo se desliza con la pesadez y la gravedad que descansa sobre las
ruedas.
Por las ventanas aparecen las aldeas, los
campos y bosques; pasan ante los ojos y producen la sensación de una lenta
agonía. Todo se replica una y otra vez, todo aparece con el mismo rostro y eso
produce una sensación de lentitud y letargo. El tiempo se alarga hasta que los
días se hacen interminables, entonces notas como aprieta la sed y aparecen los
deseos irrefrenables de caminar.
El tren continua lento en un camino de
acero de más de 9000 kilómetros de railes. Casi siempre se desliza por una cota
del mismo nivel y serpentea por los collados a un ritmo constante. El trazado
de las vías se hizo con las premisas del ahorro para hacer los mínimos
movimientos de tierras, eso alargó la línea más de lo necesario. Ningún túnel, ningún
viaducto, sólo los puentes sobre los ríos obligaron a los ingenieros a acometer
empresas difíciles. Aunque en algunos tramos los atajos ya están resueltos, en
el 90% del trazado sigue el curso de los primeros carriles…
Así se alarga el transitar y contemplamos
como el paso por los sinuosos valles se replica durante días y noches enteras.
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