Las gentes desprenden una belleza especial en el trajín cotidiano.
En ocasiones la distancia es inmensurable estando tan cerca...
Cada persona lleva su mundo en los ojos.
Los silencios pueden más que el chirriar de las vías...
Descender hasta sentirlo en el pecho.
Lugares de espera.
Llegada
a Moscú
Justo al amanecer llegué a Domodédobo, el
aeropuerto de Moscú. El día aparecía nublado pero no preocupante y el trajín de
las gentes me decía que estaba en tierra de nadie, todas las lenguas, rostros y
procedencias se encontraban entre aquella multitud. Tenia previsto ir hasta el
hotel en transporte publico, así que tomé el tren de cercanías que sale justo
delante de la puerta del principal. Antes, en casa, lo había ensayado con el Street view y me
conocía los movimientos como algo propio y cotidiano... Con cierta ayuda compré
el billete del tren y tomé el asiento que mejor me pareció, con este acto
sencillo dejé detrás una nube de taxistas que me proponían llevarme a cualquier
lugar de la ciudad a precios no controlados. En veinte minutos ya estaba en la
estación Paveletskiy donde el murmullo de la gran ciudad me dejó traspuesto;
aquello era un sonido nuevo, el barullo
especial de cada ciudad, no obstante, aunque también había hecho el recorrido
virtual, me resultó traumático encontrarme ante unos códigos que eran totalmente
incomprensibles; ¡todos los anuncios habían enmudecido!
El
metro de Moscú.
Cuando era pequeño mi padre me hablaba
del oro de Moscú, nunca terminé de entender de que se trataba, ni si algún día
regresaría y seriamos ricos o si los camiones cargados con lingotes se
perdieron en la Junquera. Ahora veo el
metro de Moscú y me impresiona el poderío que han deslizado bajo tierra. ¿Estará
aquí enterrado? ¿Será una ilusión la que me mantiene bajo tierra como si
estuviera en Versalles? ¿Será que el pueblo amodorrado hacia el trabajo,
hundido en la pequeñez de sus hogares, se deslumbra ante este poder y se crecen
orgullosos al sentirse parte espiritual de una nación de príncipes?
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